10 diciembre 2006

Augusto Pinochet Ugarte: A este muerto no lo cargo yo…*

Esta es una crónica de ficción. Una ficción sobre lo que pasará con la inevitable e impredecible muerte de Pinochet. ¿Qué pasará, dónde yacerá, cómo serán sus honores? ¿Quién lo recordará? ¿En cuánto tiempo será olvidado? ROCINANTE embarcó a sus cronistas en esta máquina del tiempo. He aquí el resultado.

Por Smith & Wesson**

Jueves, 9 de marzo de 2006.

Ha muerto Pinochet. El primer infante de la patria. El Capitán General. Sus títulos dan para más todavía: ex comandante en jefe, ex Presidente, de la Junta Militar y del país; ex senador vitalicio. Católico y alguna vez masón, Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, alias Daniel López, estiró la pata. Y como dijo un colega, su cadáver se ha transformado en el objeto más indeseable del país.

El tirano se murió de viejo en una habitación del Hospital Militar, a dos días del cambio de mando. Lo internaron apenas unos días atrás, a causa de unos sofocos producidos por su enésimo procesamiento. Habían descubierto que no le pagaba imposiciones a los conscriptos que arreglaban el jardín de doña Lucía. Todo el mundo pensó en un nuevo show para eludir la justicia. Pero no. Esta vez fue la definitiva.

La pelá nos arrancó a Augusto de las manos.

Ese mismo 9, en la tarde.

Dicen que Ricardo Lagos se avejentó de golpe. Quedaban apenas dos días para el cambio de mando y había sorteado la peor de sus pesadillas: enterrar a Pinochet durante su gobierno. Se comenta incluso que tenía un whisky en la mano cuando recibió la noticia. No probó ni un sorbo.

Insulza, Vidal, Ravinet, todos andan descompuestos. Todos se tropiezan con las palabras, andan como retraídos, con la presión alta. Piensan: ¿Cómo nos pudo ocurrir esto a nosotros? ¿Justo ahora? Secretamente, el mayor placer que sentían los personeros de La Moneda era endosarles la personalidad de ese muerto al siguiente gobierno. Que ellos se las arreglen: a ése muerto no lo cargo yo. Pero el destino les jugó chueco.

Los periodistas preguntan: ¿Habrá duelo oficial de tres días? ¿Dónde lo van enterrar? ¿Quién dará los discursos? Vidal, bronceado y recién llegado de sus vacaciones en Maitencillo, contesta con torpeza. Balbucea, suda frente a las cámaras. Es que en el palacio tenían un plan, pero con la emoción lo ha olvidado. Y como nunca hablaron de aquello ni tomaron nota, están desesperados. Vidal se refugia en su oficina, a esperar una llamada. La llamada.

Pero Cheyre no llama. Está arrancándose los pocos pelos que le quedan. También en 2006 él deja la comandancia, y acariciaba la idea de que la muerte de Pinochet fuera un problema para su sucesor. Piensa: por más que he intentado retomar la doctrina Schneider, por más intentos de modernizar y despolitizar las filas del ejército, Pinochet es mi karma, mi joroba. ¿Debo hablar en su funeral? ¿Ser condescendiente? ¿Emplear la capilla de la Escuela Militar? ¿Lo enterraremos allí?

Cheyre llamó de madrugada al ministro de Defensa, como estaba previsto. Pero no ha vuelto a comunicarse con el gobierno. Está aturdido y confundido.

Los únicos que tienen la película clara son los familiares del ex dictador. Exigen los honores correspondientes a un ex jefe de Estado, duelo oficial y todo eso. Algunos miembros de la derecha dura los apoyan, pero discretamente. Sergio Onofre Jarpa y Alberto Cardemil han realizado gestiones para el caso, pero sin que se entere nadie. Hermógenes Pérez de Arce ha sido más evidente. Ha despolvado escritos que defienden la “obra” de Pinochet y ha hablado en cuanta radio y canal de TV se le ha puesto por delante.

El resto de la derecha guarda silencio. Aprendió la técnica de Pinochet de actuar sólo al final, cuando esté pelado el chancho. De tirar la piedra y esconder la mano. A veces, Longueira quisiera correr y abrazar a llantos el cadáver del refundador de la Patria, pero Joaquín lo ataja, le da un par de cachetadas y le dice: nada de desmadres, saca tus cálculos. Estamos apenas a dos días del cambio de mando. No vuelvas por el camino recorrido. ¡Qué viva el cambio!

La izquierda de a de veras también lo tiene claro: Pinochet no merece ningún honor ni ceremonia, por cuanto todas sus investiduras fueron frutos de la traición y el crimen. Por ellos, que Pinochet no se hubiera muerto: ojalá hubiera vivido cien años, para responder por todos los abusos cometidos. Secretamente, algunos de los dialécticos piensan que, de existir otra vida, el tirano se encontrará con sus muertos, y allí le ajustarán cuentas.

Viernes 10, muy temprano

Lagos no ha podido dormir. Está agitado, sudado, irreconocible. La barba crecida, el pelo cano, la camisa fuera del pantalón. Su famoso dedo índice tiembla. Afuera, la prensa nacional y extranjera está expectante. La secretaria del Presidente le lleva un café muy cargado, le arregla la corbata. Lagos respira profundo y da un suspiro, y avanza a paso firme por el patio de los naranjos, tragándose todo el ardor de su noche trémula. Abre la boca. Los periodistas graban:

-El gobierno ha decretado tres días de duelo oficial por la muerte del general (R) Augusto Pinochet. No se trata de honores especiales ni reconocimientos póstumos personales. Es lo que corresponde a un ex mandatario. Hay que dejar actuar a los protocolos.

Agradece y se va. Sabe que se le viene una bomba. La tan trabajada imagen exterior de Chile se puede ir al carajo si se equivoca en un asunto como éste. Aunque está cercado por las circunstancias. Cuando se trata de Pinochet, no se puede dejar contentos ni a moros ni a cristianos. Unos le reclamaran una excesiva deferencia, otros honores insuficientes. Y el mundo juzgará, de acuerdo a su actuación, la calidad de la democracia en Chile.

La Moneda de inmediato echa a andar la máquina. Lagos parte en intempestiva gira de un día y medio a Isla de Pascua. Estará de vuelta sólo para el cambio de mando. Todo el gabinete guarda hermético silencio. Ravinet está sulfurado. Aunque lo sabía, le incomoda. En su calidad de ministro de Defensa, será el representante oficial del palacio en el funeral. Eso sí: no dirá ni una palabra, ni obsequiará banderas, ni cargará el ataúd ni nada por el estilo.

Las reacciones no se hacen esperar. La derecha no pide honores, pero dice que la actuación del gobierno es pálida e insuficiente. Parece que nunca dejarán de ser oposición. Los comunistas alegan que tres días es mucho, que el señor Lagos se olvida que Pinochet mandó a enterrar a Allende en secreto y sin ceremonia. Que ninguno de sus muertos tuvo tampoco sepultura como es debida. ¿Y qué hay de Prats?

Vidal esgrime un argumento: ya con José Toribio Merino se efectuó un duelo similar. Pero es como echarle más leña al fuego. En su fuero interno, Vidal sabe que en este tema le entran balas, no sólo a él sino a toda la Concertación. Como buen profesor de historia, Vidal sabe que al recibir la banda presidencial de manos de Pinochet, el año 90, Aylwin reconocía al ex dictador su calidad de Presidente legítimo.

Ese mismo día, a media tarde.

En la Escuela Militar cunde el pánico. No es temor en sentido estricto: es pavor al juicio de la historia sobre cómo se desempeñen los militares en las próximas horas. Cheyre luce unas ojeras que le parten la cara. El cura Hasbún quiere oficiar la misa de responso en la Dehesa. En el Obispado Castrense no tienen ningún problema en que lo haga. Se ahorran un dolor de cabeza. Pero Cheyre les encomienda a ellos la labor. Es que el cura Hasbún es muy mala publicidad.

La familia de Pinochet quiere que todo el mundo militar esté presente. Cheyre le promete que él estará, y también parte del alto mando. Pero no puede hablar por el resto e las ramas de las fuerzas armadas. Doña Lucía quiere salvas. Cheyre dice que se verá. Doña Lucía quiere enterrarlo en el mausoleo familiar. Cheyre sonríe: eso lo alivia de un problema mayúsculo.

Una de las hijas de Pinochet esgrime una carta en la que su padre pide ser enterrado en el altar de la Patria, junto a O’Higgins. Unidos postreramente el fundador y el refundador de la nación. Alguna vez se jugó con la posibilidad de dejarlo yacer en la Escuela Militar. Pero a Cheyre le incomoda enterrar ahí a alguien que, mal que mal, persiguió y encarceló oficiales constitucionalistas.

Además, aunque nadie lo diga, el prestigio militar de Pinochet quedó por el suelo luego de los escándalos bancarios. El ejército puede tolerar los abusos de poder, los “excesos” en derechos humanos, pero no “tirar las manos”. Para el buen Cheyre, lo que queda del tirano es algo cercano a la caricatura de un dictador bananero.

Así que las intenciones de Lucía, de enterrar a su marido en el mausoleo Pnichet Hiriart del Cementerio General, quitándole de paso las posibilidades de descansar a las puertas de la historia como los grandes –como sus admirados Franco o Napoleón –, le viene como anillo al dedo a Cheyre. El comandante comunica la decisión de “Lucy” a Ravinet, y éste a Lagos. En La Moneda respiran un poco más tranquilos.

En ese mismo momento, los asesores del segundo piso del palacio de gobierno hacen cálculos. La premisa es convertir un mal momento en una gran oportunidad. Piensan: ahora podemos, de una vez por todas, cerrar la transición. Piensan en frases para el bronce: “no hay mañana sin ayer”, “dar vuelta la página”, “la historia es maestra de vida”. Telefonean a los tribunales, les piden que llamen a la calma, que digan que los juicios sobre derechos humanos no se van a cerrar ni a acelerar sumariamente. Ahora, sí que sí, se sabrá la “verdad histórica”. Desde la Suprema les advierten que Augustito, el primogénito, se llenará de querellas hasta el cuello. Sin la sombra del padre sus chanchullos y pinocheques no quedarán impunes.

11 de marzo, el gran día

Es el cambio de mando. Todos aguantan la respiración.

Lagos llega de Isla de Pascua en la mañana, muy temprano. No pasa por su casa ni por La Moneda: se dirige directamente al Congreso nacional en Valparaíso. Tiene claro que no va a ser una ceremonia normal, que está ensombrecida por la muerte de Pinochet.

Pero Lagos quiere usar esto en su beneficio. En el Congreso pleno, frente a toda la clase política del país, desea transformar ése, el último día de su mandato, en el último día de la transición chilena. Desea quitarle a Pinochet el lugar en la gran historia. Piensa que tal vez la Divina Providencia, a la que tantas veces acudió el ex dictador, hoy le sonría a él.

Otra ceremonia tiene lugar en el mismo momento en el Cementerio General. Se trata del funeral de Gladys Marín, la histórica secretaria general del Partido Comunista. Había muerto un día antes de su eterno adversario político y, a diferencia de éste, su deceso no produjo ni el alboroto, ni la incomodidad de la muerte del general (r). Muy por el contrario, su figura convocó una grata y extendida solidaridad. El recuerdo amable y humano de amigos y enemigos de todo el espectro político nacional y mundial.

Personajes de la derecha liberal como Sebastián Piñera y Alberto Espina reconocieron sus dotes y gestos por la democracia. Incluso la prima de Pinochet dijo sentirse apenada por su deceso. Pero la muerte del ex Capitán General le quitó las portadas de los diarios a tan magno evento. Ahora Gladys es supaltada en compañía de todos los suyos y de otros no tan suyos. El cementerio está lleno para despedir a la Gladys, nuestra Gladys.

Algún compañero militante reflexiona: ¿quién hubiera imaginado que los dos partirían juntos del terruño, como dos gemelos de sangre? Incluso corre el rumor, malicioso, que Gladys, antes de morir, habría suspirado: “Me voy, pero no me voy sola”.

Domingo doce de marzo, una luminosa mañana

El sol cae implacable frente al mausoleo Pinochet Hiriart. Quizás no están todos los que debieran estar, pero el momento de enterrar el cadáver de Pinochet ha llegado.

Son pocos los que asisten al sepelio, oficiado por el capellán castrense. Hasta último momento el cura Hasbún quiso concelebrar, pero Cheyre fue indolente y consiguió que los tribunales decretaran el arresto domiciliario del sacerdote para “protegerlo se sí mismo”.

Sólo un puñado de señoras sin dientes, fotos y carteles en mano, corean el nombre del ex dictador. No hay empresarios prominentes. Ni siquiera se aparecieron Longueira, Novoa o Lavín. Sólo se avista a Hermógenes Pérez de Arce y a Iván Moreira, quien había amenazado con hacer una huelga de hambre si el gobierno no decretaba duelo oficial. Cardemil y Jarpa permanecen discretos en segunda fila, cubiertos por unos gruesos lentes oscuros. También levan gafas el comandante Cheyre y el ministro Ravinet, pero los adminículos no logran ocultar sus caras descompuestas. Están, por supuesto, la familia de Pinochet y los miembros de su fundación, encabezados por los generales (r) Guillermo Garín y Luis Cortéz Villa. Ellos y la “Lucy” son los únicos que sollozan.

No hay más adeptos. No hay masas despidiendo al Capitán General. Pinochet se muere solo. Nada queda de aquel general que quiso emular a Franco y que se identificaba con Napoleón y Alejandro Magno. A la postre, su eterna desconfianza, su cazurrería, su ladinidad, las constantes traiciones y el robo descarado le jugaron una mala pasada.

En ese mismo instante, afuera del cementerio, y en los días que seguirán, se repetirán las manifestaciones de repudio al fallecido dictador, las necrologías rimbombantes en los periódicos y los especiales de TV. Por todas partes se difundirán las últimas palabras de Lagos como Presidente: “La transición acabó conmigo”. Se sucederán las entrevistas intentando comprender y analizar la vida y obra del general. Y más de alguno rayará su mausoleo con consignas prosaicas pero precisas.

Sabemos incluso de un grupo satánico que pretende exhumar el cadáver para revivirlo y rendirle culto.

*Artículo publicado el primer semestre de 2005 en Revista Rocinante.
**Nombres de los periodistas Claudio Salinas y Hans Stange.

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