13 diciembre 2006

UN MAPA DIFÍCIL DE LEER: APOSTILLAS AL ENSAYO ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE COMUNICACIÓN POLÍTICA? DE JAVIER DEL REY MORATÓS

Por Soledad Bravo

Del Rey sabe desde la partida que tratar de definir el campo de acción de la comunicación política no es una tarea fácil. Por tanto, parte con la prevención de que su trabajo será algo así como un mapa del territorio que abarcaría la comunicación política, al tratar de definir o descifrar “qué es, cuál es su estatuto, qué lugar ocupa en la sociedad actual, qué tipo de relato propone, qué juegos impone y qué forma de cultura política propicia”.
Para del Rey, definir la comunicación política implica afirmar que política y comunicación son consustanciales, pero que no son términos que se pueden reducir el uno en el otro, ni menos disociar. “La comunicación política no es la política, pero la política –parte considerable de ella– es, o se produce, en la comunicación política”.
La política y la comunicación serían campos fenomenológicos distintos, pero que confluyen en un punto de encuentro llamado comunicación política, leída como una nueva realidad cultural. Como tal, la comunicación política se puede considerar un aspecto de la política y no sólo una actividad que informa sobre ella.
Más aún, este “aspecto” de la política se ha complejizado muchísimo desde el original “gabinete de prensa”. Ahora hay gabinetes de imagen y comunicación, análisis de medios, diseño de estrategias y estudios de marketing. Obvio. En el “antes” había una mediación más simple, la comunicación directa y cara a cara entre gobernantes y gobernados, entre los actores sociales o entre los representantes de intereses, en un espacio público que ponía en juego las habilidades naturales del líder, su carisma y su capacidad retórica para leer los signos de los tiempos y encarnar discursivamente los imaginarios colectivos(1).
Hoy esa mediación está a cargo de los medios de comunicación, que crean su propia lógica de mediación en la medida en que, como afirma Eliseo Verón, se han organizado en una industria cultural: “los medios producen la realidad de una sociedad industrial en tanto realidad en devenir, presente como experiencia colectiva para los actores sociales”(2). Así, políticos con poco o nulo carisma como Fernando de la Rúa o Eduardo Frei pueden resultar ganadores de las grandes justas electorales si saben qué decir y cómo exponerse ante la lógica mediática.
Hoy día los políticos no se dedican a gestionar el gobierno, afirma del Rey. Para ello existe la tecnoburocracia administrativa del Estado, que mueve la maquinaria de las políticas públicas (donde lo que interesa es que se mueva, no los resultados, buenos o malos, que produce, ya que siempre es posible seguir prometiendo la mejora o la conquista). Hoy, los políticos se dedican, gracias al sistema mediático, a construir los discursos, el relato del gobierno, aquel consenso que permite generar el grado de gobernabilidad suficiente para mantener al sistema democrático aceitado, funcionando, en régimen.
Con este aserto, del Rey recupera dos elementos constituyentes de la definición clásica de la política, el actuar (2) y el comunicar(3), la praxis y el discurso.
¿De qué habla la comunicación política en primer lugar? Del Rey reduce el fenómeno de lo político a una definición sobre “lo importante” (“todo aquello que influye en forma destacada sobre el resultado de los acontecimientos”); “lo valioso” (la influencia de cada resultado político sobre nuestros valores y sobre las personas y cosas que nos interesan”) y “lo real y verdadero”. Es decir, el hablar político, su propia lexis, tiene que pasar “la prueba de la blancura” de la realidad.
Ya no se trata de pensar la comunicación política como un campo simbólico que colisiona con otros campos simbólicos, con otros discursos, con otras lógicas representacionales. Es la pura normatividad que habla desde un “nosotros” que es mero lugar común por su vocación universal y determinística. Para el autor, el político frente a lo real es un buen político si sus juicios reflejan/interpretan/decodifican/leen algo llamado “realidad”, un fenómeno que es objetivo, la physis de los griegos, cuyas reglas y operaciones la razón del hombre podía conocer porque eran manifestación de lo éntico del Ser (“el Ser se nombra de muchas maneras”, decía Aristóteles, y en la medida que nombro, conozco y colonizo).
Dicho esto, del Rey hace un par de salvedades adicionales, que también pueden ser leídas como reducciones del fenómeno. La política tiene que ver, en último término según el autor, con la relación entre gobernantes y gobernados, con lo cual la política queda reducida a una expresión instrumental (no hay más política que aquella que se da en esa relación, con lo cual todas las otras relaciones donde se juega el poder y la lógica de la gubernamentalidad son “impolíticas”) y que la política genera comportamientos diferenciados que se inscriben en la lógica del amigo/adversario.
Este último elemento, que está fuera de la normatividad clásica, termina por traer a colación a pensadores antiliberales como Carl Schmitt, que reconoce que lo único que permite diferenciar a la política de otros fenómenos es la distinción entre amigo y enemigo, que ni siquiera apela a unas categorías morales de bondad o maldad. O a Chantal Mouffe –en el otro extremo, ¬el neomarxismo¬– con su concepto de la política como relación agonística.
Curiosamente, ambas distinciones, que están fuera de la normatividad donde comenzó matriculándose del Rey, terminan por conducir a la política y a la comunicación nuevamente al espacio normativo clásico, donde la política sólo habla de gobernantes y gobernados porque del Rey lee el agonismo como una anécdota.
En democracia, la relación gobernantes-gobernados transcurre o se materializa por dos cauces: la representación y la comunicación. Esta última, basándose en los comportamientos que genera el par amigo/adversario, crea el “juego de lenguaje” más socorrido en particular en épocas electorales.
Una puntualización antes de seguir: hasta aquí hay una óptica estrecha de mirar el fenómeno, como si el carácter agonista de la política no fuera sino una mera construcción discursiva que aparecería en épocas propicias (las electorales), y no un elemento sustantivo de la política, que rara vez emerge en el paisaje de la administración del poder.
De qué habla la comunicación política, se pregunta del Rey. Se contesta: de los hechos del poder, de los fines de la vida, de las metas de la existencia de la sociedad, de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo erróneo. Es decir, de los valores, de la intimidad. Con ello, volvemos a cierta razón universal que determina los fines, el telos, pero sin definir qué valores, cuáles perspectivas, desde qué episteme se construye el discurso que porta la comunicación política; en definitiva, a confundir discursos públicos con opciones privadas, el espacio de la subjetividad singular(4) con el relato de la gubernamentalidad, la soberana amalgama. En definitiva, la comunicación política pareciera no conocer límites de contenido ni de disciplinas, con lo cual se evapora su propia especificidad.
No obstante, a juicio de del Rey, en épocas electorales la comunicación política adquiere su sello más característico y donde hacen su aparición lo que el autor denomina “juegos de lenguaje”. Allí, los destinatarios de estos juegos pueden reconocer sus propias experiencias, validar sus discursos al habitar el espacio compartido que es el lenguaje.
Los publicistas, los profesionales del marketing y los políticos serían los expertos en los llamados “juegos de lenguaje”: “todos ellos saben que el dominio del lenguaje les permite un acceso privilegiado a los juegos de lenguaje, y que ello se traduce en poder sobre el pensamiento, lo cual es tanto como decir que el poder de comunicación origina poder político”.
Podría ser una perspectiva que se afiliara a las distinciones de Jacques Ranciére: los sujetos sólo se constituyen en el acto de habla y a partir de un desacuerdo, de la constatación de un daño, que el orden, en su lógica de supervivencia, logra procesar y devolver como un nuevo orden ampliado; pero del Rey no está en ese campo filosófico: está en el mero pragmatismo, donde la comunicación política se emparenta con las mejores armas de la Retórica, al afirmar que los juegos de lenguaje pueden ser tanto un fiel reflejo de la realidad(5), como un perfecto simulacro de la misma.
Así, del Rey nunca va al fondo del asunto: la comunicación política es parte de un dispositivo, y las dos formas de enunciación, el reflejo y el simulacro, ni siquiera pueden ser evaluadas como falsas o verdaderas, mejores o peores. Sencillamente son parte del mecanismo de la representación de la política en la sociedad contemporánea. No hay una correcta y la otra, “un desastre epistemológico” que conduce a desastres políticos. Lo que existe son apuestas, ganadas o perdidas en el ejercicio del poder al evaluar, con más o menos asimetrías de información, las jugadas de los adversarios.
Lo demás es casi señalar que las derrotas políticas siempre obedecen a la mera estulticia humana. O que, es lo mismo, hay buenas tekhnés y malas tekhnés para hacerse con el poder y administrarlo, con lo cual la política termina reducida a una dimensión puramente instrumental.
No obstante, para el autor el imperativo de realismo de la comunicación política exige alinear el gobierno con el dato duro de los fenómenos más permanentes (por de pronto, los de la economía), más que dejarse llevar por un programa populachero al gusto de la galería. Pero la experiencia indica que son dos mecanismos de representación no excluyentes: En el caso chileno fue posible no variar un ápice lo esencial de una infraestructura económica heredada (la llamada “economía social de mercado” de la que tanto le gustaba alardear a Pinochet) y encubrirla con el discurso de la “igualdad de oportunidades”, que funciona como imaginario envolvente e inclusivo para disimular los patrones de exclusión del capitalismo.
A reglón seguido, del Rey trata de fundar la episteme de la comunicación política en el entramado del positivismo realista popperiano(6): el acto de la comunicación sería real porque es capaz de “pegarle una patada a la realidad, modificándola”. Pero también ensaya el camino inverso, el de Watzlawick: “lo que llamamos realidad es el resultado de la comunicación”. Como en un silogismo donde la lógica puede darse por vencida, del Rey se atreve a pensar que tal vez la descripción del mundo no sea el fiel reflejo de su legalidad, y que el estatuto de “realidad” pueda ser una construcción comunicativa… Inmenso descubrimiento(7).
Por último, el autor se pregunta por el tipo de cultura política que propicia la comunicación política. Y terminar por afirmar que la última es la “agonística de la democracia”: y aunque no da más luces sobre lo que ello implica, podríamos deducir que es el espacio discursivo donde la conflictividad propia de la lógica adversarial de la política encuentra su momento de exhibición y de resolución.
En los últimos párrafos sobreviene la queja: que estamos frente a la cultura de la personalización, que ya no hay metarrelatos, sino personajes; se evaporaron las propuestas programáticas, sólo quedan los insultos. La comunicación política como ejercicio estético, retórico y afectivo orientado más a la manipulación y al acallamiento que a la representación de múltiples intereses.
Pero no hay un abordaje al fenómeno sustantivo que hoy día redefine ambos campos fenomenológicos: el de la política y el de la comunicación, y que genéricamente se denomina “la mediatización de la política”. Ello no sólo cambia los mensajes, los canales, las formas de emisión y de recepción (por mencionar aquello que parecen ser los elementos constitutivos de cualquier teoría de la comunicación). Lo que se ha alterado de manera al parecer irreversible es el campo de la representación de los intereses, aquel dominio específico de la política, que en los últimos 200 años ha pervivido en Occidente como democracia representativa, y que hoy día está profundamente modificado en sus claves más significativas.
Ergo, si ambos conceptos, la comunicación y la política, son consustanciales y no se pueden disociar, y que el punto de encuentro de ambos es la comunicación política, sólo cabe concluir que asistimos a la degradación de los dos fenómenos (aunque tampoco sabemos con qué parámetros evaluamos el detrimento). De la promesa de terminar con un mapa en la mano poco y nada se ha podido rescatar.
Notas
(1) Verón, Eliseo (1987). La construcción del acontecimiento, prefacio a la segunda edición.
(2) “La política versa y se apoya en las acciones o prácticas de la vida (…) puesto que el fin de la política no es el conocimiento, sino la acción”. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro Primero, pág. 27.
(3) El decir de la política, el discurso público, es el reino del logos que porta en sí la verdad de la esencia del ser (aletheia). Hanna Arendt afirma en La condición humana que “ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia” (cap. II, pág. 40).
(4) En la sociedad contemporánea, según Arendt, “los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular (...) El fin del mundo común ha llegado cuando se ve solo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva”. (La condición humana, cap. II, pág. 67 ). Con lo cual, lo que se transfigura son los sujetos de habla. Ya no hay parresía, hay doxa.
(5) Tal vez a estas alturas sea necesario repetir el aserto de Nils Bohr, que ni siquiera era filósofo, sino que físico: “la realidad no existe, sólo existen los fenómenos”, y tomar partido por el danés y no por Einstein, quien quería afirmar el valor real de los fenómenos del universo, frente a los presupuestos probabilísticos de Bohr y a los nuevos conceptos de “realidad” que emergieron con la física cuántica.
(6) Resulta algo pretencioso asentar el estatuto de realidad de la comunicación política basándose en Karl Popper, uno de los máximos exponentes de la filosofía de la ciencia (investigación sobre la naturaleza del conocimiento científico y la práctica científica). Hasta ahora no existe la ciencia de la comunicación, aunque a muchos les pese, ya que no se ha constituido como disciplina, no tiene un solo objeto de estudio ni un método de investigación propio.
(7) Un aporte a pensar el tema desde el campo de las ciencias cognitivas. El neurobiólogo Francisco Varela, afirma que la cognición está ligada de manera vital a la acción del cuerpo. Así, el mundo no está separado del cuerpo que conoce, sino que emerge a la par de sus propias acciones. Es lo que Varela denomina “cognición como enacción” (del inglés to enact, emerger, hacer aparecer). En esta perspectiva, la percepción no es vista como el registro de información ambiental y la realidad no es algo dado porque “lo que cuenta como mundo relevante es inseparable de la estructura del que percibe” (Ética y acción, pág. 19.

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